Era 1996. Hacía calor, y yo estaba con una mujer Violeta, por esa pequeña fantasía mía de acostarme con flores y amanecer morado. O lo que es lo mismo, ella se llamaba Violeta.

Aquel día hacíamos la cola infinita del Coppelia, para unas pequeñas y escasas  bolas de helado del mismo color, del mismo sabor, huecas, calientes… cuando llegaron ellos.

Era una pareja extranjera, alta y blanca, de narices y orejas grandes, que se pusieron detrás de nosotros en la cola, desconociendo ellos que estaban en la cola equivocada del Coppelia, sabiendo yo que nosotros sí estábamos en la cola correcta que nos correspondía, la de moneda nacional, o la única a la que un cubano, entonces, tenía opción y derecho. A ellos no les dijimos nada, por supuesto.

Luego nos tocó el turno, el minuto aquel en que sin tener opción a otra cosa te hacen pasar por la entrada como hacen pasar a las ovejas para el recuento, te hacen sentar en una silla de hierro a cuadros blancos, alrededor de una mesa cuadrada y coja… te hacen y deshacen. Tuve la suerte entonces de que las otras dos sillas de mi mesa cuadrada y coja –¿ya lo dije?- fueron para los extranjeros, clandestinos ellos en la cola equivocada del Coppelia, fugados y ocultos ellos de un sistema que al pasar por la Aduana del aeropuerto les ponían el cartelito de “Manjar primero”, o, “Prioridad uno”. De esa forma primera, amaestrada y rígida, entablamos con ellos una conversación mucho más interesante que los periódicos del país: ¡tanto!, que nos expulsaron del Coppelia por morosidad alimentaria, por hacer bulto, por no dejar libres las sillas blancas de hierro y la mesa coja a otras personas de la misma cola infinita, para nacionales cubanos ensimismados.

Pero continuamos hablando frente al cine Yara, de todo. De política, de arte, de fotografía, de carros viejos, de periódicos, de revistas, de la playa, de Francia, de Cuba, de las vacas de Argentina, porque ella, la mujer extranjera, era de Argentina, esposa de él, mi futuro amigo francés.

Al día siguiente les hice montar en una guagua atestada de gente hacia la playa, para que supieran eso de vivir Cuba de verdad. Por supuesto que me lo agradecieron. Las aventuras tienen esa dosis de exotismo y riesgo. Es lo que hace que luego las vacaciones se puedan contar a los amigos con mayor entusiasmo. Así sintieron lo que es sudar estando parados, empujar hacia todos lados no para empujar sino para encontrar ese hueco de aire que permite respirar. Hubo fotos, mar, y arena. Sin embargo, Pilar no apareció, amiga de Violeta, loca ella por encontrar un extranjero que la sacase de la isla. ¡Las oportunidades hay que aprovecharlas! –nadie me enseñó. Más tarde, para contar con una nueva ocasión de volver a ver a nuestros amigos nuevos  (¡suavizarles la cosa, vamos!), Violeta y yo, les dijimos de regresar en taxi. Pero los taxis en Cuba también son muy interesantes. Con la técnica de la mini-dosis de combustible que suelen usar los conductores, nos quedamos parados antes de cruzar el Túnel de la Habana, a la altura de la ciudad Camilo Cienfuegos. ¡Humm! Nos bajamos los cuatros y empujamos el Ford viejo hasta arrimarlo a una zona de mejor visibilidad. Y esperamos, hasta que un amigo del taxista al pasar, le vio, paró, y le dejó prestado combustible. ¡Pres-tado Carlitos! ¿Ok? ¡Sí, mi hermano, prestado! Se dijeron los conductores en una conversación de intenciones ocultas. Y nos fuimos por fin.

Al otro día nos vimos otra vez. Les enseñé La Habana tal como yo la conocía, los barrios más peligrosos, los más feos, los más sucios y apestosos de la Habana, el ron, los tabacos, el Barrio Chino con las cajitas cubanas y su comida criolla, los bares del Estado con sus estanterías llenas de cajetillas de cigarro y ron -¿ya lo dije?- Bueno, ya saben, los tópicos predilectos del Sistema, y los no tantos, tópicos que nos inyectan como inyectan la política, como la particular gratis publicidad que entrega cada cubano al Universo, cuando les toque, porque a todos tocará, viajar, como digo, al Universo todo, que para nosotros es suficiente con el mundo exterior inmediato de Haití o Jamaica. Y así, bla, bla, bla… hasta que se fueron de Cuba el día previsto. Pero mi amigo francés, antes, había prometido regresar para hacer un trabajo de fotografía a los carros cubanos, los viejos carros de la década del 50, aquellos cadáveres mecánicos que no se mueven por magia, sino por embrujo y un cubaneo propio de récord.  ¡Y una promesa es una promesa! –nadie me enseñó.

Era 1998. Hacía calor, y yo aún estaba con una mujer Violeta, por esas fantasías suyas de amanecer flor y con el culo morado. ¡Humm! Pero ya la conocen. Violeta se llamaba.

Mi amigo francés había regresado con todo el arsenal fotográfico, todo lo que hacía falta para tomar fotografías profesionales, trípode, negativos, baterías, diapositivas que parecían placas de hospital. Fue cuando conocí la Habana de verdad, o sea que yo mismo era como un extranjero en mi propia ciudad. Caminábamos como burros, cazando carros viejos americanos en las peores y mejores poses posibles. A veces con alguna bicicleta en movimiento y de fondo un Ford, otras con alguna negrita flaca víctima desatendida del disparador y de fondo un Chevrolet, el Castillo de la Fuerza emborronado y un Pontiac rojo bien definido delante, un trozo de faro, un árbol, el malecón. ¡Ah, el mar! Yo era el encargado del trípode. Él era el encargado de sacar la foto perfecta. La Habana se nos quedó pequeña y nos fuimos al campo, Artemisa, Bauta, resumiendo: Habana campo. A veces con alguna palma como estaca atravesando un Ford muerto hacía años, otras con alguna sonrisa natural de campesinos pobres, pobres campesinos, y otro Ford moribundo, sin ruedas. Las fotos vivas en el campo no tenían nada de romántico, pero sí de una esperanza al menos, unos sueños campesinos a los que les faltaban algunos dientes. Casa aislada. Carro. ¡Cafecito, y a la carretera!

El premio a tanto trabajo fotográfico eran unas comidas espectaculares que aún no sé de dónde salían. Así conocí a la señora langosta, que me sentaba mal de tanto pensar en las consecuencias de violar la ley. A cada mordida del crustáceo adobado imaginaba un barrote de cárcel, un colchón mugriento transformado en panza blanda y rica. Los cubanos, entonces, no podían comer semejante manjar de nuestras propias aguas territoriales, los extranjeros sí. Pero bueno, siempre quedaba el ron. Con hambre, tomas ron y se te quita el hambre, o te quedas borracho y no te acuerdas del hambre, que lo mismo da. Una noche nos tomamos entre todos como doce botellas. Claro que estaba mi familia al completo, y él, el francés, que poco a poco se convertía en un hermano, y tomaba ron como un condenado, además.

Año 2000. Como escuché decir a otro amigo una vez -…el comienzo de los años ceros. Una suerte de espacio temporal definido o definitorio, o indefinido. No lo sé. Acaso toda la historia última de Cuba es un inmenso agujero por definir. Estaba o no estaba, ¡he ahí la cuestión! Una brecha en la conciencia, un reordenamiento de las fichas del dominó nacional. Y por no estar, ya no estaba la Violeta que se había ido a Italia para no regresar, por esas cosas de las flores y los colores que mutan o cierran. Para entonces yo sí estaba con otra mujer. Como dice una amiga -… la gente de la Generación Y. Se llamaba Yohanka. Estábamos. Estuvimos de forma tan intensa que nos fundimos. Fue como si tuviésemos conciencia de que el tiempo era breve, y por tanto, no había más nada que hacer que tener sexo, templar, follar, fornicar… ya saben, en cualquier momento, hora, y lugar. Así en las discotecas, en su casa, en mi casa, en los lugares públicos y púdicos de La Habana, hasta en el malecón. ¡Ah, el mar! Un día llegó una carta de invitación para viajar a Francia.

Entonces fue cuando conocí a la Habana de verdad, y a sus habaneros. Hacía en un día varios viajes entre Marianao y Centro Habana y Miramar presentando papeles en inmigración, en la embajada francesa, soltando el Money, el Dinero, la Pasta, que me era prestado. ¡Pres-tado! ¿Ok? Sí, claro. Prestado. Tuve oportunidad de conocer a la envidia con ojos de carnero decapitado en la cara del jefe inmediato que tenía que firmarme la carta de salida. Conocí a la maldad personificada en un hombre que me hizo la guerra bacteriológica, añadiendo lactobacilos a mi vida, metiéndome en la espalda certeras y afiladas mentiras, como eso, bacterias de ira y ponzoña. Tanto así, que Manu, mi amigo francés, me envío una segunda carta de invitación. La primera había expirado como expiran otros, o como se desean que expiren otros. Y vuelta a empezar por el principio. Para entonces, ya me sabía la Habana de memoria.

Dejé de estar el 18 de Noviembre del año 2000. Dos días después visitaba, como un turista arrepentido de ser turista, las oficinas de Welcome Byzance, al amparo de Manu, mi amigo francés.

a.c.rey.