Puedo comprender la necesidad del ser humano de sentir añoranza, nostalgia, por sus raíces, país o ciudad. Es poético, y un recurso recurrido en los grandes escritores y en aquellos que emigran, y lo más probable es que sea verdad como no puede ser de otro modo. Pero yo no debo ser humano. Yo no siento nostalgia por Cuba. Quizás me he rebelado en demasía. Quizás he cortado el cable de enlace a La Habana a propósito, y por eso vago en el limbo de la identidad, como ya escribí en otro post. Sin embargo, claro que recuerdo todo, claro que sé de dónde vengo, claro que sé lo que significa la nostalgia. Pero no lo atestiguo. Y hablando humanamente, es como si tu amor de toda la vida te dejara para siempre. ¿Entonces qué sientes? Y ella o él, tu amor clandestino, te responde «sólo amigos». Pero con Cuba ni siquiera eso. Porque cada intento de acercamiento es un problema a la N potencia multiplicado por una serie infinita de dos. Cada vez que quiero relanzar la amistad es un billete verte con pezuñas sin limar, y ya sabemos que la amistad no tiene precio. Cada vez una cola desproporcionada en los consulados cubanos con trato incluido de persona ingrata, mal hijo, mal nacido que te has ido, como si fuésemos unos burros perfectos, cola incluida. Así no puedo sentir nostalgia. De hecho, el simple efecto de emigrar me convierte en una persona aséptica, estéril, arrancado, desprendido, puro y sin bacterias, hablando de Cuba, claro.

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