Fuente foto: Absolut Murcia
Me gustan los autobuses porque dentro la gente vive de verdad. No así el Metro, que hace agachar la cabeza, quizás en un acto involuntario de temor o displicencia, o por la no obligación de mirar a los ojos. Conocí esto en el metro de París, en Madrid, y en Barcelona.
Hoy, esta pequeña historieta, se ha alejado de mis «Cretinas Realidades» para robarse un post independiente. Naturalmente, hay cosas que no parecen de otro mundo. Y entre esas recopilaciones de objetos perdidos estaba ella, allí, hablando con su amiga de historias de niños semiabandonados de cariño y amor por sus padres.
La observé con atención. No así al viejo que peleaba iracundo con la voz automática del autobús: «caminen hacia el fondo del autobús». Igual de rápido y automático escuché al viejo decir que el corral estaba lleno.
«La chica de hoy» – no conocí a Antonio Vega – tenía bellos rasgos de mujer voluptuosa, no solo por el estado de embarazo, que de más está decir, la voluptuosidad se propaga ocupando enternecedoras miradas, sino además, porque su cara tenía los ojos grandes y oscuros, la piel amplia. Diría, una cara libre de atascos, o un campo vasto de espacios por llenar.
También estaba su otro hijo sentado en un cochecito. Y este interrumpía de vez en cuando a las mujeres que animadamente hablaban de padres conocidos por ellas y que no cumplían con toda la función que se esperaba de buenos padres. Hasta que su amiga rió, y «la chica de hoy», por contagio o verdaderas ganas, rió dejando salir su carcajada interior de mujer adulta.
De inmediato, capté toda una dentadura abandonada a su propia vida salvaje, o lo que es lo mismo, una amarillenta y desordenada preocupación, o la evidente pobreza que implica un salario mínimo huidizo de los dentistas. Sería un lugar común decir indescriptible, pero en realidad era fácilmente descriptible.
De los dos dientes frontales superiores, uno quedaba en segunda fila, rezagado, como esperando tal vez a que el otro siempre mordiese primero. En general, predominio de un color ahuesado, suficiente para adivinar que un día sus dientes fueron blancos. Del lado en que la dentadura se descubrió por sí sola, el colmillo era raro y pequeño, y por dentro negro, de tal forma que el esmalte del colmillo por fuera se veía gris. Hubiese tenido más tiempo para encontrar más colores, pero bajaron del autobús un par de paradas antes.
Cuando decidieron bajar, el niño, por esas cosas que tienen los niños, me dijo adiós con su manita y sus pequeños pero amplios ojos negros observándome. Cuando la puerta cerró atrapó al cochecito de «la chica de hoy», y esta, ya en la calle, gritó un «joder» magnífico, más otros improperios de madre enfadada.
El viejo, después de ganar la batalla a la voz automática, reía por algo cómico que vio en el cochecito aprisionado entre las puertas del autobús.

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