El Burgo del Ebro. Una cuadra. Un corral. Un picadero.
Los caballos trotan majestuosos. Trotamos. Los caballos bailan a ras de la tierra, aquellos terrones de arena traídos a menos, así como nosotros comemos carne en una parrillada al aire infesto. Atmósfera a la brasa. Calor a los pies herrados de los caballos. Estribos que doman. Arreos que doman humanos en bullicio. Un cajón. Una música venida a más de Andalucía, mientras corre cerveza y vino en bota.
Gigantes animales de crin al viento. Hermosos. Nosotros bellos por minutos, y por unas horas, absortos del mundo encarrilado y domado. Nosotros. Los caballos en círculos forrados de un sudor blanco como no son sus dientes. Las correas que doman, las zanahorias del premio. Cuello corvo, crin trenzada, y patas que se mueven al estilo marcial de ejércitos antiguos.
Lenguas húmedas de caballo en las manos. Músculos tensos. Ojo azabache. Otros ojos. Nosotros estábamos para vivir, y los animales para beber en lata y en bota. El mundo galopaba. Llegamos.