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Silencio

Tierra árida de Aragón, en los alrededores de Zaragoza, a los pies del pueblo de Fuentes de Ebro. Un paisaje casi lunar, donde la vida se abre paso a su manera, casi sin intervención humana. Caminos de tierra que se pierden en el horizonte, entre conejos furtivos y cardos que se levantan como estacas, o como carteles de “peligro: no pasar”.

El suelo reseco se confunde con las piedras, haciendo que cada paso suene a pan crujiente. A lo lejos, las campanas de un rebaño de ovejas en una colina sonaban distantes, marcando el infinito, escondiéndose en la inmensidad. A la vez, el cielo parecía cubrirlo todo: inmenso.

Silencio.

Solo la brisa caliente, que de vez en cuando roza algún arbusto o mueve el polvo que flota en el aire impregnando la lente, recordándonos que todo aquí respira con tiempo y lejanía.

Es un lugar para detenerse.

Pensar. Admirar.

Para dejarse abrazar por la soledad del paisaje y por su luz decadente, cuando el sol da paso a la luna —imperceptible en el cielo— y revela la belleza de lo áspero.