8 de la noche. 25 de Julio. Año 2009. Feria de Muestra de Zaragoza.
Antes habíamos comprado las entradas a precio caro para la zona B. La zona A era aún más cara. La cara de Madonna apenas se adivinaba desde la zona B, y su tamaño máximo alcanzaba el dedo pulgar apenas. Finalmente los precios bajaron y la organización del negocio regaló casi las entradas. Nadie sabe si por la crisis o porque Madonna pierde reino, o porque el pop ya no hace pop y ya las burbujas no significan éxito.
No obstante, estuve puntual en la Feria de Muestra de Zaragoza con la novia y su hermano, o sea, mi cuñado. Y nos plantamos, -previendo aglomeración- justo detrás de la barra, la cantina, donde los empleados del chiringuito dispensaban cervezas y pan con algo a precio madónnicos. Aquí, hasta el final, no hubo rebajas. Pero nos tomamos todo lo que un cuerpo normal puede soportar, y más. Sí. También apareció un tabaquillo liado con ingredientes alucinantes que por alguna extraña razón alguien dijo vió en mi boca. Para entonces no sabría mucho, ni recordaba concierto alguno.
El concierto era explosivo como explosiva es la Madonna para quien 50 años son pocos. Me pareció bien disfrutar de los ídolos de la adolescencia en miniatura. La zona B era todo lo que quería a los 15 años. Entonces la música electrónica -que muchos odiaban- era mi particular canción protesta. Y ya ven. Nunca es tarde si Madonna llega envuelta en pantalla gigante.
Tampoco se sabe cómo aparecieron unas mujeres con pintas de putas al estilo Almodóvar, pero majas mujeres, por allá, por la barra. Eran brasileñas o portuguesas. Lo único cierto es que hablaban portugués, o español con acento portugués.
Nuestra posición era estratégica. Toda la zona B prácticamente tenía que pasar por nosotros o pedirnos a nosotros lo que querían tomar de la cantina. Así descubrí que no importa el momento siempre hay quien pasa de todo, pone cara de circustancia, y va a lo suyo. Esto explica la cara de amargura de aquella chica que -ajena al concierto de Madonna- cortaba el pan de los bocadillos a la mitad con infinita paciencia, como si Manu Chao le cantase al oído. Era del team de la cantina, trabajaba para alimentarnos a todos. Era un espectáculo triste dentro de otro espectáculo tristemente célebre.
Más tarde llegó él. Jamás sabré cómo se llamaba, pero era un negrito de África, inmigrante, pegado a la cartera de mi cuñado y a los vasos de cerveza en fila india por encima de las cabezas de la gente.
Al final, como es lógico, se acabó el concierto, y empezó la otra fiesta.
Más de tres horas para retirar a todas las almas vagas y moribundas del concierto de Madonna.
Entre sandeces e incoherencias una de las chicas portuguesas empezó a sufrir espasmos, espuma en la boca, tirada en el pavimento de la Feria. A su lado las otras chicas acompañantes aceptando que era una broma decían que todo estaba bien, que siempre igual, que ya se le pasará, y no llamen a nadie. Pero mi novia -que estaba cuerda y unas horas atrás, viendo la realidad etílica del concierto, decidió no tomar más- fue de inmediato a buscar a la Cruz Roja. La roja cruz llegó urgente a reanimar a la chica del espasmo. Se la llevaron. Regresó más tarde otra roja cruz preguntando qué había tomado la enferma ya que: ¡Está muy grave! ¿Está en coma! No sabemos, dijimos. Es decir, mi novia. No la conocemos, no es amiga nuestra, dijimos. Es decir, mi novia. Las chicas no tenían saldo en el móvil para llamar al novio de la convulsionada. Mi novia prestó su móvil y terminó hablando con el novio, que además, era disminuido físico y por tanto atado de por vida a una silla de ruedas. Este, con su coche adaptado, más tarde, no podía entrar al recinto de la Feria porque el concierto había terminado y el flujo de vehículos era en sentido contrario. Mi cuñado y el negrito tomaban cervezas. Yo no sabía dónde estaba.
Al día siguiente me contaron que, en el párrafo anterior, me había enfadado con un guardia que me quería sacar del recinto ferial porque era su orden ciega. El resultado fue que me fui al coche corriendo. Abrí la puerta. Me senté a esperar. Y me dormí.
Más tarde, no sé cúando, llegaron mi novia, mi cuñado, y el negrito. Ellos se bajaron en el Paseo de la Constitución. Nosotros continuamos a casa.
Cuando puse los pies en el suelo el mundo daba vueltas. Avanzaba entre árbol y ella, entre ella y los árboles. Al menos un par de veces vi cómo las negras raíces eran bañadas por los líquidos más bílicos de mi interior. Busqué entonces la verticalidad, las ganas de un paso firme que me tumbase en mi cama. Y lo encontré finalmente.
No creo que Madonna me haya visto, pero se acordará de mi para siempre. Desde luego, la experiencia es lo último que se pierde.
a.c.rey.