En un bosque donde los árboles se alzan como columnas silenciosas, ellos se sientan juntos, envueltos por la calma del fin del invierno, para llegar más enamorados que nunca a su boda en el verano. No hay hojas que susurren ni colores que distraigan: solo la geometría perfecta de los troncos, la tierra seca bajo sus pies y el sol que, al caer, pinta de oro cada rincón.
Sus siluetas, iluminadas por la última luz del día, parecen parte del paisaje, pero también algo aparte. Jóvenes, guapos, con esa serenidad que solo se tiene cuando se está justo donde se quiere estar.
Este momento no necesita adornos. Es puro, crudo, íntimo. Un atardecer que no solo marca el fin del día, sino el inicio de una historia que se escribe en miradas, en gestos, en la quietud compartida.