En las máquinas de escribir de la época de Michael el Rey,
no habían cursores, ni emoticones
que pestañeasen ni sonriesen casi
cuando el escritor tomaba asiento.
Ni había electricidad que pudiese herir mis sentimientos,
los que aún no vertidos en magnánima hoja blanca
y a su vez amarillenta, vagarían,
como vagan las aspas de los molinos de viento.
Prisioneras ideas sentidas y sentadas,
dispuestas pacientes en ejército de letras,
soldaditos de metal y carbonilla.
No habían esas cosas.
Pero si pudiste estar,
no fuiste,
más yo te buscaba.
Levanté la Habana entera como un catre buscando tu amor a mi orden,
indeleble amor mecanografiado,
a ras del suelo de calles tapizadas de mugre
y carros dolidos de muerte,
atravesando edificios rotos por la intemperie, y por la estupidez.
Yo, como dictador, dando órdenes al mar, qué ironía,
a las lluvias torrenciales de la capital,
a la húmeda atmósfera tropical preguntando por ti,
buscando tu corazón como el mío,
para años después quejarnos dónde estuvimos,
irredentos de amor.
Así pues herí con sordos golpes en castigo infinito,
hasta el fin de los tiempos, o más bien,
hasta el fin de una hoja amarillenta digo que no soportaba más humedad,
herí con letras My Love.
Y la «e» se torcía como un guiño, defecto de Gutenberg,
mecánica averiada de mi entonces Olivetti, por eso que Oliverio nos contó una vez,
pura ficción poética ciertamente profunda.
Eran tiempos jóvenes de calco y dedos tiznados,
de música imperfecta en casetes imperfectamente analógicos,
pero My Love lucía en el medio de una hoja que no fue,
brillante carbono 14 para siempre.
Y los sonidos secos venían equidistantes,
en mezcla triste con mi libertad enjaulada,
y tú libre como un avión.
Qué ironía.
AC.09/21