Ando en un estado seminconsciente de la vida
en los albores de la mitad de un siglo.
Cualquiera diría que es justo equilibrio,
lo que me toca y lo que no me toca.
Ya lo sé. Hay cosas que no me tocan,
ni la mitad.
Pero ya que estoy en tierra de nadie,
exactamente en la mitad,
lo que toco, tocas, y otras mitades tocan,
no se moverá
a menos que exista un doble campo de fuerza
que emita mi luz, mis átomos pardos,
de una mitad a otra,
como si la vida fuese un taxi que te cobra mal,
un poco más de la mitad.
En otra vida y en otro siglo y mitad
dormiría en una cama cual soldado de calamina, sí señor,
cedería todo el espacio posible para tu mitad.
Después de todo,
habría mucho tiempo y materia por delante,
mucho más de la mitad.
Disfrutaría pelis en una media tele gigante
en un salón medio oscuro, con velas de par en par,
y daría vueltas y vueltas como un payaso en monociclo,
cómico de medio pelo,
naturalmente,
sin mitad.
Ya lo sé. Sería la mitad de una vida entera,
como mínimo, pero sería mi mitad.
¿Y tu mitad?
Desconozco esa mitad que te soporta bosque,
las ramas de la oportunidad tapizadas de musgos bucólicos,
hongos perfectos como en los cuentos, verdecitos, adorables, y vivos,
pero cortados justos por la mitad.
Desconozco y quiero seguir desconociendo la parte de tu alma
que te lleva a esa necesaria mitad de cuyo nombre no quiero acordarme,
pero es la mitad de tu vida.
Pero sí, como esos molinos gigantes de la Mancha que dan vueltas y vueltas
y recogen de la lluvia,
sólo la mitad.
Desconozco tantas cosas medias que no sé yo.
Medias tintas, medias a rayas,
media Dios para no volverme loco de atar.
Y está bien que así sea. Claro.
Las mitades son imprescindibles
para toda mitad.
ACabrera 06/2021