Fuente foto: My flickr
Temporada de nieve. La naturaleza de la montaña se infecta de personas que buscan el sobresalto del estómago, en caída libre, o en deslizamiento libre sobre tablas de esquí, saltos, saltos, zigzag, aterrizar al final de una trayectoria, y vuelta a empezar.
Hace poco subí al Pirineo, con la emoción caliente de quedarme en el bar de la estación de esquí, o al menos, dejarme caer de vez en cuando en un trineo capitaneado por mi niña, pero ni una cosa ni la otra.
El tiempo se encargó de poner un manto cerrado de nubes grises, nieblas, y lluvias, en casi todo el recorrido, y ya en las tripas de la montaña, una tempestad que proyectaba copos de nieve gigantes. Cuando esto ocurre suele aparecer un viento fuerte, y lo poco verde que queda de los pinos y los abetos se tiñen de blanco rápidamente.
Así pasamos por el pantano de Lanuza , sede del festival de música Pirineos Sur, hacia Formigal, y estaba congelado. Pero era hermoso. Toda una amplia superficie helada, franqueada por las jorobas montañosas del Pirineo. Toda la visión era fusionada como un cuadro que mantiene en sus formas variadas el mismo tono de color, en este caso, blanco. Una neblinilla, un aire enrarecido de partículas blancas rabiosas. Como el foco de una cámara que reduce su campo de visión a escasos kilómetros.
La carretera enseguida se cubre de nieve, pero el tráfico abundante de coches no da tiempo, ni tregua, a la nieve que parece morir bajo cada rueda. Por eso el peligro parece menor, la posibilidad de quedar atrapado, deslizar por nieve o hielo. No obstante, es una percepción traicionera.
Tuvimos suerte. Llegamos a Formigal, nos tiramos un par de fotos, y regresamos a casa, sanos.