No era una boda. Era una declaración. Un año después, ella seguía guardando el vestido. No por nostalgia, sino por decisión. Nos fuimos a una carretera olvidada, en los alrededores de Zaragoza. Nada de flores, nada de decorado. Solo asfalto, silencio y un viento que no pedía permiso.
El aire golpeaba fuerte, y el vestido respondía: se alzaba, se retorcía, se convertía en extensión de ella. No había poses, solo actitud. Una mujer sola, vestida de blanco, en medio de la nada.
Las fotos no hablan de amor romántico. Hablan de presencia. De memoria. De una historia que no necesita ceremonia para seguir teniendo peso.