dedicado a Verónica, amiga del viaje

La única forma de resumir un viaje tan intenso sería escribiendo una novela. Sí. Últimamente me he vuelto más irónico. 20 días oliendo Bangkok dan para mucho, quizás hasta para una secuela del mítico libro «El Perfume», de manera que Jean-Baptiste Grenouille tendría el mayor reto posible de todos los tiempos, resumir en un frasco el maravilloso mundo de los olores de Bangkok.

Desde que el avión te escupe por la escalerilla el calor húmedo se pega al pulmón como una espora. Y no te soltará más. Te recibe el guía, te presentas ante los otros turistas del mismo grupo, reconvertidos en amigos más tarde, te subes al autobús. Arranca. Sortea obstáculos. Entonces es cuando empieza la película de Bangkok.

Si fuésemos un ordenador tendríamos problemas para procesar todo la información visual y sensorial que produce una capital como Bangkok.  Y como no lo somos, al tercer día de callejear Bangkok, en general toda Tailandia, el cerebro pide tiempo como en el Básquet, pide calma, pausa, porque los olores entran en tu cabeza y salen sin procesar, los coches se atascan a cada minuto en las súperpobladas calzadas y aunque vas a pie sufres atasco mental igual, las motos invaden las aceras, debes vigilar todo los movimientos posibles de todas las cosas antes de que ocurran si quieres salir ileso de un tranquilo paseo. Además, desde bien temprano, los pollos se dejan freír en todas partes, en competencia absoluta con la carne de cerdo, que también se deja freír, y rebosar, y adobar, en cocinas itinerantes, o no. Y sí, las cocinas se quedan para siempre en una esquina atrapando estómagos ávidos de frutas decididamente diferentes, olorosas, raras, voluminosas, y más pollo en toda forma geométrica, en competencia con la carne de cerdo, y aleatoriamente pescado, también en formas geométricas tan comunes como bolas, bolitas, cilíndricas… las salchichas de toda la vida con palito de madera en el medio como un helado. Y mientras todo esto ocurre el aire huele a brasa, a aceite quemado mil veces, a piel sudorosa entre maíces asados, a motor diesel sin ajustar con raíl de tren, el skytren. Bien temprano. Al mediodía. En la tarde. Por la noche. Bien temprano del día siguiente. Y cuando ya es tarde en la tarde y se supone un break para pensar, no, comienzan los puestos de los mercados de  ropa y artículos diversos a plantarse en las aceras como maceteros, yuxtapuestos, unos encimas de otros con el espacio suficiente y previsto para que entre el comprador, el cliente, el turista del artículo falso de turno. Un reloj por aquí. El mismo reloj unos metros más adelante, más adelante, más delante, y el mismo reloj, más las mismas camisetas, mira una rata, y un 7eleven para calmar la sed a base de cervezas Chang, después más camisetas, bolsos, cinturones, pantalones Thai con el mismo casual elefante repetido unos metros más adelante en otros puestos, mira una rata, es de noche, y las ratas viajan de alcantarilla en alcantarilla sobre agua a veces estancada y putrefacta que huele al Bin Bang, el comienzo de todo, si es que huele a algo según nuestra memoria olfativa recuperada del fondo para la ocasión. Podría decirse que Bangkok es un inmenso Mercado, que tiene a su vez mercados más pequeños, por decir algo. Hasta mercado flotante por esa curiosidad de que la madera flota, o venta sobre balsa por los canales de Bangkok, en las afueras, canales que compiten en pestilencia turística, mientras se venden, como no, pollo y cerdo a la brasa en el medio de una balsa, o pulseras, o gorros típicos tailandeses, mientras las balsas se mueven con remos, palos que impulsan, o motores diesel al aire como Artdeco. En el otro mercado, el del tren, pasa el tren, por el medio del universo mismo pestilente de comida viva meneándose en una palangana, y a unos pasos más allá los sapos se abren como las señoritas del Barrio Rojo de Bangkok, dispuestos a ser comidos. El tren pasa, y pita. Los enseres que soportan la inclasificable comida  están preparados para correr sobre miniraíles dando paso al tren, y pasa. A ras del raíl queda lo inamovible, las frutas en cajas que no merecen ser rescatadas porque el tren al pasar, y pasa, roza apenas la comida y no importa luego quién se coma aquello. Los recogepelotas del mercado espantan a la gente pitando con carretillas estrechas como un siluro. Llevan siluros en cajas, calamares secos, vivos, blancos, tinta de calamar en bolsa, babas de tiranosaurios con picante, un decir. O sea que puede decirse que Bangkok es para estómagos de hierro y narices no muy finas. Pero es encantador. Una experiencia que quizás merezca una novela, al estilo del querido y horrible Jean-Baptiste Grenouille.

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