Fuimos a su nido, una especie de local de masajes clandestino, tapizado por periódicos y con todo el aspecto de una escenografía barata. A un lado de la camilla vacía de clientes la pelota estaba, por estar. La lámpara de fleje a la izquierda, por iluminar. E iluminó. No hay más luz. Ni flash, ni velas, ni estrellas. Se desnudó. Jugó con la pelota, como una niña traviesa pero que sabe lo que hace. Saltó desnuda en la pelota y sus nalgas bailaban retozonas, sexys, cayendo y elevándose, aterrizando y despegando. Tenía un culo redondo y perfecto. No hay más que imaginarlo. Me arrodillé como en una disculpa, un rezo, a la altura magnífica dónde su culo se confunde con el horizonte del balón, y disparé.
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