Mi madre era una simple maestra de química y mi padre un sencillo electricista. En teoría porque tenía notas muy buenas y porque mis padres eran socialísticamente hablando intachables, pude entrar a la edad de doce años en la Escuela Vocacional Vladímir Ilich Lenin, en el año 1984. Para los amigos, La Lenin.

Al principio fue difícil, siendo un niño no podía ser menos. De pronto, la casi libertad que disfrutaba en la calle y la relación familiar cercana de todos mis parientes se vieron sustituidos por un régimen prácticamente militar dentro de la escuela. Recuerdo que varias veces lloré porque aquello era muy duro y no quería regresar. Eran casi seis días dentro de la escuela, saliendo los viernes y regresando los domingos en algo sórdido llamado “pase”, como disciplina calcada a una unidad del ejército, maniobra que se repetiría durante seis años. Quizás por eso hoy cuando llegan los domingos sobre las cuatro o cinco de la tarde siento malestar en la boca del estómago, siento un sentimiento de pérdida que se repite como por inercia de tiempo. Y tenía que aguantar. Era la esperanza futura de una vida mejor para mi familia. Desde el punto de vista del país, era la esperanza del desarrollo técnico, de ciencias o cultural, de toda una nación. Tenía que aguantar; porque como dice Zoé Valdés en su libro “Te di la vida entera”, abandonar aquella escuela, aquel proyecto de hombre nuevo, significaría ser catalogado como “rajao” y a partir de entonces, persona débil, no apta para aquella sociedad socialista y una pena o deshonra para unos padres humildes que sentían orgullo indescriptible por tener un hijo en La Lenin. Tres años después entró mi hermano. Para entonces el binomio sacrificio y patria era total.

El centro tenía una educación especial orientada a lo que se podría esperar del futuro humano del país, los alumnos más formados para atender las esferas tecnológicas, de ciencias y hasta de arte, toda una proyección calculada que se encerraba dentro del lema de Fidel “El hombre nuevo del futuro”, y como tal se actuaba, la escuela era el máximo exponente de esta filosofía. Los rumores y la prensa oficial se encargarían de dar este aire especial a La Lenin, un aire casi de imposibilidad para acceder a ella o de contar sólo con los mejores, o de ofrecer las mejores materias de la mejor forma posible. La mejor antesala a las carreras universitarias, amén.

De este modo, lo más normal del mundo era encontrarte allá dentro a los hijos de los “pinchos”, o sea, hijos de jefes importantes, generales, de artistas de renombres nacionales, y hasta los hijos del Che pasaron por allá. Y de este último, Ernestico, según cuentan, no era precisamente un modelo de hombre nuevo a imitar. Personalmente, puedo decir que en mi grupo estuvo muchos años un nieto de Fidel y más tarde, otro nieto de una familia de artistas de reconocido prestigio dentro de Cuba. No digo nombres porque no he pedido autorización, y por ello no cuento con permiso para hacerlo.

Podían existir a la vez cerca de 4000 alumnos divididos en 6 Unidades con sus respectivos comedores, plazas de reunión, albergues y aulas. Todas con sus direcciones estudiantiles. A nivel de escuela general había un gimnasio, cafetería, fábrica de pilas o de radio, hectáreas para siembra de cítricos y hortalizas, pista de atletismo y piscina.

No tengo ni idea de dónde Fidel sacó la teoría de “estudio y trabajo”, el caso es que lo llevó a la práctica de la forma más categórica. En la Lenin los propios estudiantes limpiaban la escuela de arriba a abajo, por todos lados veías a los alumnos limpiando aquellos pasillos inmensos semejantes a pistas para aviones, además, de hacer guardias por las noches, de forma esporádica. Y encima, rotativamente, limpiar los propios albergues de los alumnos. Esto era lo peor, higiénicamente hablando. Tener que limpiar aquellos baños de mierda rebosantes y tupidos la mayoría -en una ocasión uno que se hacía el bárbaro, lo demostró, sacando la mierda de la taza- y las duchas con un sarro negro en las uniones de los azulejos que daba grima ducharse, porque limpios, lo que se dice limpios, no llegaban a estar.

Una o dos veces por semana había sesiones de trabajo dónde los alumnos trabajaban en la fábrica de pilas, o sembraban hortalizas en el huerto, o servían y fregaban bandejas de aluminio en los comedores de los estudiantes, cortaban, con machete, las malas hierbas de los campos de naranjos… De esto último tengo muy malos recuerdos porque con 12 años ir al campo a cortar hierbas con un machete de empuñadura plástica que mi mano casi no podía asir, era del carajo. Ahí fue cuando tuve mis primeras ampollas y mis primeros callos. Los trabajos eran rotativos, por lo que, si al final había que trabajar, era preferible hacerlo en el comedor limpiando bandejas, o sirviendo comida.

Al principio la comida no era mala si pensamos que había yogurt, pan abundante, carne, pescado, frijoles, arroz, leche, pero la calidad no era buena. Pienso que se cocinaba a “matacaballo” a “noimporta” a “daigual”. De esta forma, bien te podías encontrar unas piedras inmensas en el arroz capaces de romper muelas, o bien en vez de comer dedicarte a sacar los granos amarillos duros aún en su vaina que les llamábamos “machos”. Si daban pescado sería el pescado más espinoso del mundo. Y para cuando terminabas de sacar las espinas, ya no tenías hambre. Hubo un tiempo en que la cogieron con dar tiburón. Y un tiburón no muy limpio sabe a puro meao, amoníaco en el estado más vil. Pero comíamos que era lo importante. La adolescencia en alimentación es una máquina traganíquel. Pero también había cierta hambre. De otro modo no se puede explicar que los domingos cuando llegábamos a la escuela lo hacíamos cargados de comida – suponíamos – para toda la semana, pero nos atragantábamos el mismo domingo por miedo a que otros nos robasen la comida mientras durmiéramos. También habían alumnos que robaban en los almacenes de comida y en los comedores de la escuela. Los más atrevidos, los que no tenían nada que perder, se organizaban en pandillas nocturnas para atracar los comedores, luego el botín de pan, yogurt, jamonada (falso jamón o de origen impredecible), se repartía en el albergue. Comí de esto alguna que otra vez pero nunca robé porque yo sí tenía mucho que perder. Cada alumno tenía un tarjeta de disciplina que se iría llenando según las indisciplinas que uno cometiese. Cuando se llegaba a un cupo de indisciplinas te quitaban el “pase” y podías empalmar en la escuela 15 días seguidos. Con actos tan grave como “robar comida” te podían expulsar de la escuela. Hubo profesores que subidos al carro que da el poder escribieron en estas tarjetas disciplinarias cosas tan ridículas como que alguien iba corriendo por el pasillo, o que no cumplía con la fidelidad del uniforme: pantalón azul oscuro ancho, camisa celeste, distintivo rojo en el hombro derecho, las niñas, saya azul oscuro ancha, medias blancas hasta las rodillas, camisa celeste, distintivo rojo en el hombro derecho.

La uniformidad. El país entero uniformado, por edades, por color de escuela, por color de años de educación, la simplicidad de analizar a cualquiera con solo ver su uniforme, una herramienta más de control, una forma más de recordar que gracias a la revolución la gente se viste.

Otro acto grave de indisciplina era el sexo. En tanto tiempo, tantos años juntos en régimen de confinamiento, era probable que profesores y alumnos pudiesen tener sexo. Y tuvieron. Hago constar que tuvieron. A algunos les expulsaron de la escuela, otros se llegaron a casar por amor verdadero, después de ambos terminar el tiempo escolar de permanencia en La Lenin y circular por la escuela de forma clandestina. Hubo también sexo como premio o valor negociable, de algunos profesores, por entregar originales de exámenes antes del período de pruebas, (unidad 1) fraude escolar con todas las de la ley. Tremendo escándalo, recuerdo bien. Pero el acto sexual más multitudinario tuvo lugar en la unidad 1. Se trató de una orgía espectacular entre alumnos que no tuve el gusto de observar y por tanto desconozco quién estuvo o si hubo profesores también. Sin embargo, la noticia es tan verídica como que la estoy escribiendo. Automáticamente voló la información por todos lados como el viento. Corrió el rumor de orgía en la 1. Uno de los incontables pecados que el gobierno de Cuba se esforzaba en evitar había ocurrido en una escuela aparentemente especial e inofensiva.

Creo en general, que había más indisciplinas que alumnos disciplinados. Y claro, visto así, yo debía ser subnormal o raro o muy bien educado o tonto, pero para nada “mosquita muerta”. Es que pasaban cosas que superaban con creces lo político o social o éticamente correcto. Desde grupos enteros que se plantaban en el aula “para mofarse del profesor” hasta que este lloraba delante de sus alumnos, hasta actos vandálicos que no eran ni graciosos como verter cubos de orine o mierda en la cabeza de la gente que pasaba por los pasillos de la escuela (Unidad 2). O tirar periódicos encendidos dentro del aula hasta aflojar bombillas para no ir a clase más allá de las siete de la tarde cuando ya era de noche. Recuerdo que al día siguiente le cayo esta bombilla a una chica en la cabeza y por suerte salió ilesa. Un día un alumno “guapito” le pegó con un palo a otro en la espalda que le desprendió un riñón (Unidad 2), solo porque había inspección de cama y la del “guapito” tenía arrugas y por lo tanto mal hecha. Tal era la exigencia, la locura disciplinaria por todos lados que provocaba rebeldía descontrolada. Aquello era la prueba viva de que era imposible controlar a más de 4000 alumnos encerrados 6 días a la semana.

En un sistema estudiantil acotado y controlado so pena de ser expulsado de la mejor escuela del país, la educación política a favor del gobierno estaba garantizada. Así nos hacían ver todos los días el Noticiero Nacional de Televisión a las ocho en punto de la noche, sentados, toda la Unidad, en la plaza central. Inmediatamente después pasábamos a las aulas para estudiar hasta las diez de la noche -sólo había un día a la semana de recreación, el resto estudio- pero antes nos hacían leer el periódico Granma, a conciencia, porque al día siguiente habría una pruebita simbólica de actualidad nacional e internacional. También recuerdo que había una asignatura de preparación a la defensa o algo así. Nos hacían arrastrar bajo alambradas portando réplicas de fusiles AK de calamina. A pesar de tanto empeño político para minar las mentes jóvenes algo debió salir mal porque la mayoría de la gente que conozco y que han pasado por La Lenin se han ido del país. Quizás el hecho de salir mejor preparados intelectualmente nos hizo ver pronto el verdadero estado/Estado del país, la verdadera naturaleza de todo el sistema socialista. Y la única respuesta, la más probable de las posibles soluciones, era abandonar Cuba.

Seis años son muchos años para intentarlos resumir. Hay más cosas que vi y no cuento. Más cosas que hice y no cuento. Más anécdotas de otros que doy por cierto y no cuento porque cualquier cosa es posible cuando se trata de una juventud cautiva, una edad sacrificada por una futura intelectualidad aplicable al bienestar del país. Nadie debería tener el poder de imaginar un futuro mejor con un presente peor. Nadie debería poder decir “ en nombre de lo mejor para todos” hoy “tenemos a ratas de laboratorio adoctrinadas”. Nadie debería decirnos qué hacer, cuándo, y qué comer a cambio de una formación mejor, y de paso, chantajear a los padres y a la sociedad. Nadie es Dios. Nadie.

Pero ha sucedido.

a.c.rey.

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