…cuando extrañes a alguien del camino que no seas tú,
tómate esto. – Y le dio morfina.

Escuchaba música en francés. A Charles.

Sin embargo, escribo en español,
subtitulado en letras negras que aparecen bajo mis manos agitadas,
o abatidas,
como si fuese sordomudo,
o transparente.

Tú no quisiste entender.
Te fuiste arrugando con la sangre anémica,
que no anímica,
ni fílmica.
Porque te gustaba el cine.
Recuerdo.

También me acuerdo de tu amor por la ambigüedad.
Sólo entiendo que no entiendo nada, alguien dijo.

Ya éramos epitafios cuando escapar se convirtió en tradición,
o jugábamos a la transculturación de las palabras.

Entonces a la losa del gobierno le pusimos correas,
y sobre la espalda, tenía forma de mochila.

No quedó otro remedio que apuñalar oraciones.
Remendar frases heridas,
empapelar las paredes del contenido
con la tela aséptica de los hospitales, entelar,
algún cuento podrido de adjetivos.

Y la inocencia se perdió
cuando alzaste la voz contra el poder aquel de los garbanzos.

Después vino la poesía a horcajadas de una consigna.
¡Qué ausencia de respeto!

Y me dijiste, Steve el rojo, burlándote de mi apellido francés.
Y me sonreíste mostrando el último oro,
en tu último diente, como el mío.
Una cápsula de metal que te hacía mejor
como cada vez mejores son los mendrugos.

¿Para qué? Para que yo renunciase a tachar tus excesos, de acólito empedernido,
tu falta de hortografia a raz de una cervilleta.
Pero los taché.
Y no me arrepiento.

Un día llegó tu hora.
La alarma que no planificaste sonó crujiendo
una maciza pena de entierro.

La gente que nunca conociste hablaba con tu cedro.
Y yo, Steve Rouge Clemente, hablaba con tu imagen,
tu otro yo,
enmarcada encima de ti mismo.
Y no advertiste, que el mar no es azul, sino verde.

Pedí clemencia.
Luego.

Creí escuchar que me decías algo sobre alas
para ir volando a la península ibérica. No estabas loco.
Aunque hay mucho mundo, todavía.
Pero que más te importaba a ti, si para entonces,
eras el bagazo de una caña,
y una calamidad.

El ayudante de tumbas también tenía una sonrisa dorada.
Pero no habías vuelto.
Hasta ahora. Cuando el tiempo cura sus agujeros negros
con cinta adhesiva.

Beatificado sea tu nombre, Steve.
Ahora que escribo lo que quiero con plena consciencia de ello.
Beatificado sea tu nombre, Steve Rouge Clemente,
en el infierno de la arrogancia más temible,
bajo la sombra de una ceiba inyectada de opio.

Yo, el clementina rojo.
Te reías.

ACRey.

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