Alan Nal terminó por sentarse en el sofá, inmóvil, como un cojín. Tenía los ojos rojos como sangre de toro. La cara desencajada como cajón abierto de bisutería. Y el ánimo… el alma… ¡Dios!
A veces cuando las campanas del Pilar caen sobre la ciudad resonándola cual gigante  diapasón de cobre e historia las almas vagan en resonancia, la vida cobra fe, y la Fe cobra vida moribundas. Al atardecer, los turistas deambulan en manadas de turistas cazando rincones dorados de Zaragoza, epitafios romanos, lápidas oficiales del estilo oficial y aburridas como «Aquí yace…» , «Los Sitios de 1808…», «Esta casa perteneció a José Martí…», y más comienzos históricos de una ciudad antigua, románica, y árabe.
Cuando Alan Nal escapa a la ciudad siente el aullido cobrizo de los campanarios, Zaragoza, la ciudad de las mil torres. Caminar por amor al arte de caminar, zigzaguear por el Ebro de puente en puente, esperando, deseando un golpe de Cierzo que te lance al abismo del río que abraza malezas y zambulle. Alan Nal, como un alma más de los que se encojen, reducidos, en el invierno feroz de la capital del antiguo Reino de Aragón. El Reino del aire, el frío, la niebla, todo a la vez, mezclado todo como en un cóctel increíble y climático, y agreste como pocos climas hay sobre la faz de la Tierra.
Caminar sin rumbo es una terapia entre comillas. Cuando llegas al destino, si es que te habías planteado un destino, es cuando se averigua si la terapia era terapia, o por el contrario era un exabrupto de ira, genio, y cuchillos en el alma. Imaginar una vida sin ella, nunca estuvo en los planes de Alan Nal.
Al cruzar el Puente de las Fuentes, justo en el mismo centro, se asomó a la barandilla y miró hacia abajo los 15 metros de abismo y palomas que cruzaban volando como látigos de plumas. La corriente del Ebro era rápida y las aguas claras dejaban entrever la nieve derretida de los Pirineos. Imaginar una vida de soledad no debe ser nunca alternativa alguna. ¿Dónde estaba el problema? ¿Por qué ella? ¿Por qué no él cuando la duda era evidente? Con la mirada fija en el agua, escupió sangre imaginada. Lentamente alzó su cabeza mirando al horizonte que terminaba en las cuatro torres del Pilar. Lloraba. O eso parecía. El aire frío que sopla con rabia a veces hace llorar también. Alguien corría a su espalda en el Puente de las  Fuentes con un perro Labrador, y también lloraba. Los dos. Los tres.

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