Fuente foto: Ciencias Sociales

El problema es que los padres asumen que los hijos deben tener el mismo concepto de bienestar y felicidad que ellos consideran como ideal.

Sé que los padres quieren lo mejor para sus hijos, pero estos no tienen porqué estar de acuerdo, ni asumir los valores y conceptos que le son ajenos. Y como unidad independiente y desprendidos, se valen por sí mismos, ocurra lo que ocurra, para bien o para mal.

Simplemente, porque sus experiencias e interacciones con el mundo son diferentes, y no hablamos ya cuando la diferencia es total pensando en países, culturas, ideologías, sexos, que se plantan, siembran, se edifican en medio de la relación familiar como una puerta cerrada o por abrir, cuando interviene la emigración tomando como excusa cualquier motivo.

Esto se agrava en Cuba por la dificultad de comunicación entre interior y exterior, o viceversa. Ya sabemos, por ejemplo, las llamadas de teléfono ultracaras y la infeliz idea de limitar internet, como caballo en establo.

Se trata de ser uno «uno mismo», finalmente un «yo» personal y suficiente, no un eterno vástago sin desprender, apéndice del amor filial, consultor infinito de acciones por tomar. Se trata, en definitiva, de asir la vida como viene y no como la soñamos, o como nos la contaron nuestros padres, romper con el cordón umbilical usando la emigración como tijera, sobrevivir a nuestras propias emociones, tener la virtud de equivocarnos, y continuar.

Mientras, la vida durísima pasa como un tren. Y ya aprendido, dejaré que mi niña escoja su felicidad propia, aunque no llegue tal vez a gustarme.

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