Al ché que no conozco,
pero que cuida a los gatos de verdad.

Todos los días por la mañana atraviesa el barrio Las Delicias hasta la orilla oeste del río Huerva, en el Parque Bruil, que está en el centro de la ciudad.
En total cerca de siete kilómetros con un objetivo elemental, dar de comer a una familia de gatos públicos, silvestres, y sin dueños. Gatos de todas las formas y colores. Gatos que apenan hablan con sus ojos transparentes, y que sólo saltan, se esconden, arañan, maúllan, o cazan de noche.
Él es de Argentina, de la Pampa, y se nota enseguida cuando habla, sobresaliendo con su palabra cantada por encima del acento cerrado que tienen los aragoneses. Emigró a Zaragoza cuando el corralito argentino. Quería independencia y mejorar su economía. Así que vino a España, tierra de oportunidades, de diálogo social y garantías de igualdad entre la gente, según sale publicado en prensa, o se escucha en la radio.
Un día paseando por Zaragoza fue a parar al río Huerva, allá por el Centro. Se sentó tranquilamente en un banco disfrutando del poco sol que aparece en las mañanas, sin saber que en ese parque pululan los drogadictos por la noche, pinchándose y enajenándose como sólo ellos sienten la necesidad de hacerlo. Por lo que justo debajo de su banco habría una o dos jeringas, y un gato adulto manchado, de ojos verdes, relamiendo una de las agujas.
El argentino sentado abría los brazos sobre el respaldar y descolgaba su cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados. Y por esas cosas que tiene la vida, los abrió justo cuando el gato salía debajo del banco dando tumbos de un lado hacia otro. La escena hubiese sido cómica, mirada al revés, si el argentino no se hubiese incorporado y observado con detenimiento el errático modo de andar del gato. Se levantó, y fue hacia al encuentro del bigotudo, lentamente, para no espantarlo, pero el gato no era un gato, y no supo en ese momento pegar un salto y escapar por el árbol que tenía de frente.
El gato sintió la mano del argentino en su lomo y cola como si fuese la vieja lengua de su madre gata.
– …pero ché… ¿qué te ha pasado?
– Miau, miau.
– Dejá ver, Mancha. – dijo el argentino bautizando de inmediato al gato, y tomándole la cabeza para verle la cara. La mirada verde del felino era fantasmagórica, unos ojos de color diluido, casi blanco, y la pupila permanentemente dilatada. Tenía una mancha de pelo negro encima de su ojo derecho y debajo del otro ojo una mancha de color marrón. Como si de un cuadro se tratase la conjunción de varias manchas de varios colores tenían un único fondo gris, refinamiento de una paleta apagada y sin armonía. Un gato completamente sucio y abandonado, se dijo el argentino.
– Ché, necesitás una ducha, ¿sabes?
– Miiauu – y el gato se pasó su lengua contaminada por los pelos de su pata izquierda, como si entendiese. Hizo lo mismo con su otra pata, se paró, y de un lado hacia otro se fue en dirección al río, atravesando la cerca de troncos de madera que limitan el parque con la zona de hierbas y arbustos bajando hacia el Huerva.
El de la Pampa se apoyó en la cerca y miró cómo el de las manchas bajaba aún más hasta la misma orilla del río a tomar agua. Entonces, como si fuera la hora de la merienda en un colegio infantil cuando los niños sienten libertad, se acercaron al agua que corría, muchos más gatos, de todos los tamaños o edades.
Pudo ver a los gatitos más jóvenes jugando entre ellos y con el agua, saltando y bufando, y a los más grandes de colores enteros, blancos, negros, pardos o grises, mirando de reojo, de una forma organizada o cómplice, al de las manchas. Como quince gatos en total, contó el argentino, incorporándose otra vez. Luego empezó a bordear la cerca, teniendo siempre una perspectiva diferente de la manada gatuna. Bajó la pequeña escalera del puente-pasador que salva al Huerva, subió la otra pequeña escalera del otro extremo. Y se fue a su casa.
Al día siguiente, el argentino se apareció por la mañana en el Parque Bruil con una mochila llena de comida para gatos, de las que venden en los supermercados. Se puso cómodo de alguna manera sobre la cerca y comenzó a abrir latas de comida y echarlas sobre la hierba y los arbustos, al canto de ¡Mancha!, ¡Mancha!, ¡Mancha!, ¡gatos!, ¡Mancha! Pero al principio la colección de gatos no vino al encuentro de aquel individuo que le tiraba comida. Pasaron cerca de cinco minutos poblados de voces, gritos y llamadas, y cuando el argentino se daba casi por vencido, ¡Mancha!, ¡gatos!, llegó el primero. Un hermoso gato negro de ojos verdes brillantes. Luego el segundo, o la segunda. Una gata parda en gestación, de barriga y cabeza como inflada, seguida de un gato gris que le faltaba un ojo. Más atrás, cuatro gatos pequeños que siendo los últimos llegaron primeros a comer la comida que fue lanzada por el hombre de la Pampa.
Así fueron llegando poco a poco todos los gatos como suelen llegar las palomas cuando les tiran granos de maíz. Como catorce gatos en total, contó el argentino. ¿Y Mancha? ¡Mancha!, ¡Mancha!, ¡Mancha! Pero no vino el gato tambaleante del ojo casi blanco. Nunca vino más.
Cuando todos los gatos se supieron saciados comenzaron como en una obra de teatro bien ensayada a lamerse las patas y el pecho, debajo del cuello, y a retozar entre la hierba, arrastrarse, dar vueltas sobre sí mismos. Los gatitos se erizaban y mostraban sus pequeñas uñas al compañero de juegos. De pronto el gato negro se levantó y puso las patas en dirección al río, no sin antes mirar de frente al argentino, que les observaba con entera dedicación.
En poco más de un minuto todos los gatos desaparecieron entre los arbustos, y los restos de comida sirvieron para que los pájaros del parque se acercasen a picotear. También se acercó alguna que otra paloma curiosa para averiguar qué comida era aquella. El argentino ya se había ido.
ACRey.

U like it?