Ayer monté con mi niña el árbol de Navidad. No cabía en sí de alegría y de emoción por tan idílico objeto, lleno de bolas brillantes, luces, y cartas que solicitan sueños a un tal papá Noel.
Hoy se levantó conectada al sentimiento de observar una vez más al árbol, que como todo árbol que se preste, está sembrando en el salón de la casa robando el espacio, o exigiendo el espacio que de alguna manera siempre reclama como suyo.  Y como es de esperar, esto me trae recuerdos de la Navidad en el trópico dónde la nieve es algodón de hospital.
Recuerdo andar por la Lisa y quedárseme grabada en la mente una imagen hoy terrible, ayer normal, cotidiana. Una casa, a los pies de la avenida principal de la Lisa, una sala de apenas dos metros cuadrados, las paredes antiguas de una pintura amarillenta de vieja y olvidada, negruzca de hollín además y descascarada de humedad, unos muebles sin más valor que el sentimental que los humanos ponen a las cosas, una señora dejada a la inclemencia del tiempo igualmente, usando ropa de andar por casa y por tanto sin más apresto que un moño, mirando a la puerta que daba a la avenida como quien mira una película y no quiere perder detalles, y allá, en un rincón, encima de un televisor Caribe en blanco y negro aún, un pequeño árbol de Navidad.
ACRey.

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