Primera Persona
Había hambre. Yo pasé hambre. Ese año comí dos o tres veces arroz solo. Cuando digo solo, quiero decir además que el resto de las comidas no podía comerlas. Estudiaba en La Cujae y desayunaba agua con azúcar. Luego cogía la bicicleta y hacía 17 kilómetros ida, y cuando terminaba de estudiar regresaba por la avenida de Rancho Boyeros hasta casa, en San Lázaro, a una cuarta del Hotel Deauville, no sin antes pasar por varias cafeterías para comprar sopa del estado, sopas de por sí robadas hasta de sal, por lo que compraba agua solamente para luego en casa echarle alguna papa y poder comer.
En total cuando cogía la bicicleta hacía 40 kilómetros. Y cuando no la cogía, tenía que lidiar con «los camellos», pasar un calor inimaginable, correr como un galgo antes o después de las paradas, y si tenía suerte, viajar en la misma puerta o sentado en la ventana, o arriesgarme a perder un dedo como vi yo que le pasó a un estudiante de medicina, porque las puertas se diseñaron para que cerrasen fuerte e impedir los viajes de la gente afuera del camello. El estudiante puso el dedo donde cierra la puerta, y vi cómo rodó por la calle la primera y segunda falange. Igual le pasó a un compañero de mi clase, pero tirándose de un camión. Esto no lo vi. Pero cuando mi compañero se curó continuó estudiando ingeniería con un dedo menos. Usaba un anillo de acero, y como no había guagua, ni casi camello, una opción era ir en «botella» a la Cujae. Camiones, carros, furgonetas, taxi de turismo (gratis), taxis del estado (gratis), cualquier cosa que tuviera cuatro ruedas para ir a estudiar. Era el célebre «Período Especial».
El día 5 de Agosto yo estaba con mi papá en el Cerro, en casa de una amiga haciendo una instalación eléctrica para ganarnos un extra. Era sobre las cuatro de la tarde cuando mi papá me dice que me vaya a casa que él continuaría sólo. Cogí la inseparable bicicleta y empecé a bajar hacia el mar bucando la calle Manrique. Había gente por las calles en El Cerro como siempre, lo raro hubiera sido no ver a nadie. De momento, no tenía nada de que preocuparme, ni nada me hacía indicar lo que vendría justo un rato después.
Cuando llego a Reina ya había más gente de lo normal, y sentía cierta exitación en el aire. No sé porqué decidí ir por la calle San Nicolás rumbo al mar, al Malecón, a casa. Bien hubiese podido seguir por Manrique o coger Lealtad, pero no, se me ocurrió bajar por San Nicolás, y eso significa, que a la altura de Neptuno el tumulto y la algarabía de la gente era mayúsculo. Tuve que bajarme de la bicicleta y andar con ella en la mano. Vi rostros, muecas, sonrisas en la gente, que no conocía. Veía éxtasis, nerviosismo, y me decidí a preguntarle a una señora que tenía un pañuelo en la cabeza, ¿que pasa? Y la señora me dijo: ¡revolución mijo! ¡esto es una revolución!
Me asomo a Neptuno, y vi pasar una guagua con cuatro o cinco muchachos con pañuelos blancos en la cara y en la cabeza. No puedo decir que ellos tiraran piedras porque no les vi, pero las tiendas de la calle Neptuno tenían cristales rotos, y algunas calles más adelante dejaban ver en sus esquinas los latones verdes de basura por el suelo. También recuerdo ver en el asfalto de Neptuno las marcas que dejan las piedras cuando son lanzadas, huellas blancas, trazas.
Yo no sabía qué significaba aquello, me sentí nervioso y el corazón me latía rápido. Me monté otra vez en la bicicleta y me fui corriendo para la casa. Pero cuando llego a San Lázaro veo las mismas huellas de piedras lanzadas dónde se cruza Galiano bajando al mar, frente al Hotel Deauville. Subí a la casa y desde el balcón con vista a la calle San Lázaro pude ver en dirección al parque Maceo los latones de basura cruzados completamente en la calle, y la gente bajando al malecón por todas las calles que cruzan San Lázaro, como ríos. Mi mamá que estaba en casa, me dice que el problema es que se han robado una lancha de las que cruzan la bahía hacia Regla, pero yo le digo, mimi, esto es algo más, las tiendas de Neptuno tienen los cristales rotos y han tirado piedras por todos lados.
Subí a la azotea de la casa donde se ve más, donde se ve todo, hasta un pedazo del malecón y el mar, el hospital Almeijeira, y un poco más allá, el Hotel Habana Libre. Entonces, poco a poco se fue haciendo más nítido, a medida que avanzaban desde Belascoaín y San Lázaro, un grupo de 10 ó 15 hombres del contingente Blas Roca. Venían coreando consignas revolucionarias, a favor de Fidel, y según se iban acercando vi cómo blandía bates de pelota en la mano.
El grupo se quedó justo en la esquina de Galiano, frente al Hotel Deauville, gritando todo el tiempo a favor de Fidel. Pero eran molestados, o eran combatidos, por cuatro o cinco negritos que le tiraban piedras y salían corriendo por la calle Crespo. Luego, los hombres del Blas roca salieron corriendo trás ellos. A alguno debieron coger, no sé si serían los mismos negritos de las piedras, porque vino un camión con dos guardias de la MTT, paró en seco en Galiano, le montaron un negrito en la cama, y uno de los guardias le pegó hasta arrodillar al joven. Y se lo llevaron. Más tarde en la televisión entrevistaron a un héroe de estos del Blas Roca que había perdido un ojo en la revuelta.
De pronto, la esquina de Galiano y San Lázaro se empezó a llenar de gente. Ahora que lo pienso no sé porqué se llenó tan rápido de gente. Quizás porque el Hotel, la esquina de Galiano y San Lázaro, se convirtío en poco minutos en un símbolo, o porque todos sabían que venía Fidel. Y así fue. Como si fuera una manifestación se puso la calle, la esquina, cuando varios coches que venían desde el Parque Maceo se atravesaron ocupando ambos sentidos de la calle, como espantando, abriendo camino a un jeep que no se detuvo en la esquina como los demás. Era Fidel, que después supe fue directo a la Punta, en la bahía, dónde también hubo rebelión.
A los pocos minutos, por San Lázaro hacia la Punta, pasaron tres o cuatro camiones con una policía especial, unos guardias, unos trajes, unas armas, unos cascos, que nunca antes había visto en Cuba, pero sí en los noticieros de la televisión cubana haciendo referencia a noticias internacionales. Era la policía antidisturbio. Alcanzo a recordar que había traje azul y traje marrón, todos usaban cascos con visera transparente, y unas escopetas o carabina o arma que no conozco pero que pueden disparar. Los camiones tenían la puerta-tela trasera abierta para que fuesen bien visibles, para que diesen miedo, y sí que daban.
Al poco rato había menos gente en la calle y me decidí a bajar. Fui directo al malecón. Estaba abarrotado, y nuevamente los tanques de basura por el suelo. Fidel, Fidel, es Fidel, dijo alguien. Y sí. Era él. Sonrosado. Asiento trasero derecho del jeep. A su lado, Carlos Lage, también sonrosado. Iban más despacio de lo que cabría esperar, tanto, que tuve tiempo para ver su barba.
Repercusión
A los pocos días de suceder la pequeña gran rebelión de los cubanos en época de Fidel, se robaron como dos lanchas de Regla más, y algunas gente desesperadas, igual paseaban por el malecón, igual dejaban la bicicleta allí mismo y se tiraban al mar para alcanzar a nado la lancha fugitiva. Esto se ve bien claro en la película-documental «Balseros».
Luego Fidel permitió que todo el que quisiera irse se fuera. Y se armó la crisis de los balseros. Yo vi frente a mi casa en San Lázaro de un quinto piso un día a las doce de la noche sacar una lancha de tres metros con cuerda y polea, y en el intento perder parte del balcón por el peso de la lancha. Mientras duró la veda abierta, por las noches pasaban los camiones por San Lázaro pitando y parando a recoger gente para acercales a Cojímar u otros puntos de salida, como si fuese una fiesta, como si fuese la mayor a
legría que tuviesen en mucho tiempo.
ACRey

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